Indie, pero no tanto: reflexiones sobre independencia, videojuegos y trabajo creativo
DesReflexión sobre el ecosistema de los juegos independientes, sus promesas de autonomía, sus nuevas formas de dependencia y precariedad, y las tensiones que esto abre para quienes trabajamos en educación, gamificación y serious game.
Álvaro Arias-Espinoza
12/6/20254 min read


Durante mucho tiempo miré el fenómeno de los video/juegos independientes casi con admiración romántica. Me fascinaba la idea del pequeño equipo, del creador o creadora que, con pocos recursos, era capaz de construir un mundo jugable que dialogaba crítica y estéticamente con la gran industria. En paralelo, en mi trabajo, esa imagen del “indie” funcionaba como un horizonte inspirador: si se podía producir cultura relevante desde la periferia del mercado, también debíamos poder diseñar experiencias formativas significativas desde las periferias de los currículos tradicionales.
Con el tiempo, sin embargo, empecé a tomar distancia de esa imagen idealizada. Las investigaciones sobre producción de video/juegos han mostrado que la etiqueta “indie” no nombra una ruptura total con la industria, sino una forma distinta de organizar dependencias, riesgos y relaciones de poder. La accesibilidad de motores como Unity o Unreal, la aparición de plataformas de financiación colectiva y la distribución digital global abrieron puertas efectivas, pero también configuraron un entorno donde la autonomía creativa convive con nuevas formas de precariedad y presión permanente por la visibilidad. Detrás de cada historia de éxito que vemos en festivales o documentales, hay muchas historias silenciosas de proyectos que no logran sostenerse en el tiempo.
Me interesa especialmente esta tensión entre independencia y dependencia porque dialoga directamente con mi experiencia profesional. Cuando hablamos de diseñar serious game o experiencias gamificadas en contextos educativos, solemos recuperar el imaginario del desarrollador independiente como figura de creatividad radical y libertad. Pero si miramos más de cerca, vemos un tejido mucho más complejo: equipos pequeños (a veces sólo un docente), que deben hacerse cargo no solo del diseño, sino también del marketing, la gestión de comunidades, la relación con plataformas, la lectura de analíticas y el cumplimiento de marcos legales y de financiamiento. Esa multiplicación de roles se parece demasiado a lo que ocurre en otros sectores de las economías creativas, donde el llamado a “seguir tu pasión” convive con condiciones laborales frágiles y autoexplotación normalizada.
Otro elemento que me interpela es la forma en que la “independencia” termina mediada por infraestructuras cuya lógica no controlamos. Plataformas como Steam o las tiendas de aplicaciones, motores de desarrollo con modelos de licencia específicos y algoritmos que deciden qué se ve y qué se hunde en el catálogo, configuran un ecosistema en el que el desarrollador independiente depende de reglas opacas y cambiantes. El resultado es una paradoja: se democratiza el acceso a las herramientas de producción, pero se concentran las condiciones de distribución y visibilidad. Lo interesante es que esto no solo afecta a quienes viven del desarrollo comercial, sino también a quienes usan estas tecnologías con fines educativos, porque inevitablemente estamos enseñando a nuestros estudiantes a habitar ese mismo ecosistema, con sus promesas y sus límites.
En medio de este panorama, hay algo que sigo valorando mucho: la capacidad de los entornos independientes para generar comunidades y redes de apoyo. Festivales, encuentros locales, colectivos de desarrolladores, espacios universitarios y comunidades en línea han funcionado como lugares de reconocimiento mutuo, circulación de saberes y construcción de legitimidad cultural para prácticas que antes eran consideradas meramente amateur. Allí se incuban proyectos que no encajan fácilmente en la lógica de los grandes estudios ni en los géneros comerciales dominantes. Como académico y docente, veo en estas redes un modelo interesante para pensar la formación: espacios donde el aprendizaje se articula con el acompañamiento, la colaboración y la reflexión crítica sobre las propias condiciones de trabajo.
Algo que me parece especialmente potente es la irrupción de comunidades que utilizan el videojuego independiente como espacio de expresión política, estética y afectiva desde posiciones marginalizadas. Experiencias provenientes de geografías históricamente ignoradas por la historia oficial de los video/juegos han mostrado que se puede hacer y compartir juegos sin pedir permiso a la industria ni buscar necesariamente su validación. En muchos de estos casos, el objetivo no es “entrar al mercado” sino construir relatos, explorar formas de juego experimentales y tejer redes de interdependencia y cuidado. Allí la palabra “indie” se resignifica: ya no es tanto una marca de autenticidad frente al mainstream, sino una forma de habitar el medio desde otros códigos, otras urgencias y otras expectativas de éxito.
Como educador interesado en gamificación y serious game, me pregunto qué podemos aprender de todo esto. Por un lado, creo que es importante incorporar en la formación no solo las técnicas de diseño de juegos, sino también una mirada crítica sobre las condiciones materiales y políticas de su producción. Si invitamos a estudiantes a crear prototipos de juegos educativos o experiencias ludificadas, tenemos la responsabilidad de hablar también sobre sostenibilidad, cuidado de la salud mental, distribución de tareas, desigualdades de género y clase, y expectativas realistas respecto de lo que significa “hacer juegos”. De lo contrario, corremos el riesgo de replicar, sin querer, los mismos discursos que han alimentado la precarización en la industria.
Por otro lado, veo una oportunidad fecunda en tomar el espíritu más experimental de ciertas escenas independientes y trasladarlo a la educación, pero liberado de las exigencias del mercado. En un curso universitario, por ejemplo, es posible explorar el video/juego como medio de pensamiento, como herramienta de investigación y como lenguaje para narrar experiencias históricas, sociales o personales, sin la presión de “publicar” en medios o plataformas masivas, ni de competir por la atención de miles de usuarios. Esa diferencia de contexto permite que el juego vuelva a ser lo que a veces se olvida que es: un espacio para probar, equivocarse, recomponer y seguir creando, en compañía de otros.
Al final, cuando pienso en los video/juegos independientes ya no los veo solo como una categoría de mercado o un estilo estético, sino como un campo de tensiones donde se cruzan autonomía y dependencia, precariedad y cuidado, experimentación y estandarización, deseo de reconocimiento y voluntad de fuga. Desde mi lugar, entre la docencia, la investigación y el diseño de experiencias de aprendizaje, me interesa habitar ese campo sin ingenuidad, pero tampoco sin esperanza. Se trata de reconocer los riesgos y las trampas del nuevo “espíritu” creativo que atraviesa la cultura digital, y, al mismo tiempo, seguir apostando por formas de crear, enseñar y aprender que pongan en el centro la dignidad del trabajo, la potencia de las comunidades y la posibilidad de imaginar otros modos de jugar y de vivir.
