Formación ciudadana en educación superior: entre los discursos y las aulas reales
Reflexión sobre la formación ciudadana en la universidad, a la luz de la literatura reciente y de mi propio recorrido como docente e investigador en historia, didáctica y compromiso democrático.
Àlvaro Arias-Espinoza
5/8/2024


Cada cierto tiempo siento la necesidad de detenerme y mirar el panorama completo de aquello en lo que trabajo día a día. La formación ciudadana en educación superior es uno de esos ámbitos que, más que un “tema” entre otros, se ha ido transformando en un eje que atraviesa mi trayectoria docente, mis intereses de investigación y mis búsquedas personales sobre qué significa educar hoy en la universidad. No se trata solo de agregar una asignatura sobre ciudadanía al currículum, sino de preguntarnos, con honestidad, qué tipo de personas y profesionales estamos formando cuando diseñamos experiencias de aprendizaje, evaluaciones, espacios de participación y vínculos con el entorno.
Cuando reviso la producción académica de las últimas décadas sobre formación ciudadana en educación superior, me encuentro con un paisaje complejo, lleno de matices y tensiones. Hay múltiples formas de entender la ciudadanía: como estatus legal, como conjunto de derechos y deberes, como participación política, como compromiso con la comunidad, como sensibilidad frente a la injusticia, como apertura al mundo. Esa diversidad teórica refleja algo que en el aula he vivido de manera muy concreta: estudiantes que llegan con concepciones muy distintas sobre lo que significa “ser ciudadano” y sobre qué esperan, o no, de la política y de las instituciones. En ese escenario, pretender que una única definición capture toda la riqueza de estas experiencias es una ilusión; lo que sí podemos hacer es ofrecer marcos de lectura que les permitan pensar y repensarse en esa condición ciudadana.
Desde mi formación como profesor de Historia y desde mi trabajo en didáctica de las ciencias sociales, siempre he sentido que la educación superior llega tarde si se limita a “reforzar” lo que ya se hizo en la escuela. La ciudadanía no empieza ni termina en una asignatura específica. Es un proceso que se construye en la familia, en el barrio, en los medios de comunicación, en los espacios digitales, y la universidad aparece como un momento privilegiado para complejizar esa experiencia, para tensionar certezas y para ofrecer herramientas analíticas más finas. Es también un momento biográfico en que muchos jóvenes se plantean, con fuerza, preguntas sobre su lugar en el mundo, sus responsabilidades, sus límites y sus posibilidades de acción.
En este contexto, la universidad no puede reducirse a ser una fábrica de títulos. Hablar de formación ciudadana implica asumir que la institución tiene un rol público, que produce un bien común que va más allá de la empleabilidad. Esa convicción ha orientado buena parte de mi trabajo, tanto en la docencia como en la participación en seminarios, jornadas y proyectos vinculados a la formación ciudadana. Cada vez que diseño un curso, una actividad o una experiencia evaluativa, me pregunto qué tipo de vínculo con lo público se está ensayando ahí: si los estudiantes se entrenan solo para cumplir requisitos y “pasar el ramo”, o si efectivamente encuentran espacios para deliberar, argumentar, disentir, cooperar y hacerse cargo de las consecuencias de sus decisiones.
Un aspecto que me interpela especialmente es la tensión entre ciudadanía pasiva y ciudadanía activa. En muchos discursos institucionales aparece la idea de formar personas “responsables”, “respetuosas de la ley”, “comprometidas con los valores democráticos”. Sin embargo, cuando bajamos esas declaraciones al aula, no siempre generamos condiciones para que los estudiantes ejerzan realmente su agencia política. En clases, esto se hace evidente cuando abordamos temas controversiales o cuando simulamos situaciones de conflicto social: no basta con que sepan cuáles son sus derechos y deberes; el desafío es que se reconozcan a sí mismos como sujetos capaces de intervenir, de organizarse, de cuestionar lo establecido y de proponer alternativas, sin perder de vista el horizonte del bien común.
La literatura muestra una variedad de estrategias para impulsar esta formación ciudadana en la universidad: cursos específicos, aprendizaje-servicio, voluntariado, participación en organizaciones estudiantiles, proyectos de vinculación con el medio, entre otras. En mi caso, estas estrategias se han ido articulando con otras líneas de trabajo, como la gamificación y los serious game, la enseñanza de temas controversiales y la reflexión sobre convivencia democrática en la sala de clases. Detrás de cada diseño hay una pregunta política de fondo: qué formas de ciudadanía hacemos posibles y cuáles dejamos fuera cuando elegimos ciertas metodologías y no otras, cuando damos voz a ciertos actores y silenciamos a otros, cuando privilegiamos determinadas evidencias y marginamos experiencias que resultan incómodas.
También es importante reconocer las dificultades. No existe un consenso robusto sobre modelos y paradigmas de formación ciudadana en educación superior, y muchas iniciativas quedan atrapadas entre buenas intenciones y marcos institucionales que siguen operando bajo lógicas de mercado, competencia y productividad. Como docente, me he visto a veces tensionado entre la exigencia de producir, publicar y rendir indicadores, y el tiempo que requiere acompañar procesos formativos más lentos, más dialogados, menos “medibles” en el corto plazo. Sin embargo, sigo convencido de que la universidad tiene el deber de sostener estos espacios, precisamente porque son los que permiten que el discurso sobre la democracia y la ciudadanía no se agote en la retórica.
Desde la perspectiva de mi propia formación y experiencia , la formación ciudadana no aparece como una línea aislada, sino como un hilo que atraviesa mis experiencias docentes, mis estudios de posgrado, mis participaciones en congresos y seminarios, y mi interés por innovar en la enseñanza de la Historia y las ciencias sociales. Cada clase que dicto, cada proyecto que acompaño, cada colaboración con colegas es una oportunidad para seguir ensayando respuestas a una misma pregunta: cómo formar profesionales que no solo sean competentes técnicamente, sino que también se piensen como ciudadanos críticos y capaces de comprometerse con la transformación de sus contextos.
No tengo respuestas cerradas ni un modelo acabado. Lo que sí tengo es la certeza de que la formación ciudadana en educación superior es un campo en construcción permanente, que exige humildad intelectual, apertura al diálogo interdisciplinario y disposición a revisar nuestras propias prácticas. En mi caso, esta reflexión se ha convertido en parte de mi identidad profesional. Más que un tema que “trabajo”, es una manera de estar en la universidad: mirando siempre las aulas como espacios donde se ensaya, con todas sus contradicciones, la posibilidad de una vida democrática más justa y más habitable para todos.
